Era una de esas estúpidas guerras en Europa del Este. Estúpida por ser guerra, no por ser de Europa del Este. Yo me alojaba en uno de los pocos hoteles de la ciudad que se encontraban protegidos de ataques enemigos y de ataques amigos. Estaba en mi habitación repasando las notas para la reunión del día siguiente. Había venido con un grupo de empresarios para negociar con el ejército rebelde la entrada de potentes empresas en la fase de reconstrucción de la capital del país una vez acabado el conflicto. Aquel conflicto nunca acabo, y ellos nunca ganaron la guerra, pero eso no lo sabíamos entonces.
A las seis de la tarde, cuando empezaba a anochecer, al igual que en esos chistes que cuentan los cómicos antiguos, los soldados paraban y se iban a sus casas. No dejaba de ser ciertamente ridículo: miles de soldados esperaban un ficticio timbre que anuncia el final de la jornada. Y, con la tranquilidad de un obrero que sale de la fábrica, se van a sus casas entre risas y guiños de complicidad para cenar con sus familias y volver al amanecer, con el fusil bien limpio y cargado de balas, esperando que el enemigo ya hubiera fichado su tarjeta y estuviera detrás de los sacos de arena para disparar unos cuantos tiros.
Pues eran pasadas las seis de la tarde mientras me tomaba un té y garabateaba algunas palabras sueltas en tarjetas de cartón, cuando empecé a escuchar algunos disparos. Me extrañó pues, como he comentado, con el anochecer cesaban las explosiones y los disparos. Las descargas continuaban. Eran disparos sueltos, separados en el tiempo con repeticiones rítmicas. Seguí las percusiones por el pasillo. El sonido provenía del bar de la quinta planta.
Al entrar vi a un grupo de soldados que custodiaban la entrada del hotel vestidos de paisano y mezclados con algunos de los empresarios a los que acompañaba. Había también algunas botellas de whisky importado vacías. Se iban pasando un rifle de mano a mano y disparaban por la ventana por turnos. Uno de ellos estaba subido encima de la mesa y agitaba unos cuantos billetes verdes. Cada disparo era seguido con alegre jolgorio por el ebrio público.
Me acerqué a preguntar en que consistía ese juego en el que yo no participaba y que tanto divertía a mis colegas. “Acércate, y dispara” ¿Disparar a qué?, pensé yo. Y resultó que no era a qué, sino a quién.
¿Cuál es el precio de una vida humana? “Un dólar, amigo”, rió aquel soldado.